viernes, 29 de marzo de 2013

La beca más productiva de la historia


Implícitamente en mi primer post, y explícitamente ahora, he querido expresar mi profundo agradecimiento al Programa Fulbright, que al concederme una Beca de Investigación hizo posible mi visita al Departamento de Psicología de la Universidad de Notre Dame, y le ha brindado un invaluable respaldo a mis esfuerzos de investigación y de divulgación en el área del desarrollo moral y la educación moral.
El domo dorado  
Tal vez, además de dar las gracias, debería también pedir disculpas al Programa, pues entre las informaciones de bienvenida que éste proporciona se menciona que los recipientes de becas Fulbright han merecido más de 40 premios Nobel, más de 70 premios Pulitzer, y otro sinfín de reconocimientos o posiciones destacadas, incluyendo la Secretaría General de las Naciones Unidas... y la verdad es que de momento me parece un pelito difícil emular semejantes logros. En mi descargo o para mi consuelo, no estoy solo, pues a través de su historia el Programa ha patrocinado los estudios o investigaciones de más de 300.000 personas provenientes de más de 150 países.
Universidad de Notre Dame
Personalmente, por lo demás, supongo que lo que más debo agradecer a este espléndido Programa es el hecho de que si bien el mismo es muy exigente, no sólo abarca las más diversas disciplinas sino que también está abierto a estudiosos que como yo se acercan o entraron ya en la tercera edad. Por supuesto, es comprensible que cualquier programa de becas privilegie a los jóvenes, pues lógicamente son los que por más tiempo prometen rendir la inversión realizada. Pero aunque sea a modo de excepción, se debería considerar la posibilidad de que alguien ya entrado en canas pueda igualmente justificar la inversión institucional. Creo que también en este sentido, el Programa Fulbright tiene una amplitud de miras sencillamente excepcional.  
No obstante, al referirme en el título de este post a la beca más productiva de la historia, no tenía en mente exactamente a una beca Fulbright, sino a una beca Rhodes, que al serle otorgada a un joven James William Fulbright (1905-1995), a la larga fue la que inspiró el Programa que actualmente lleva el nombre del ilustre Senador, como puede verse en el fragmento de un discurso suyo que ahora paso a traducir. 
 

La educación internacional y la esperanza de un mundo mejor[i]

Por J. William Fulbright

... Puede ser que la conciencia de los peligros sin precedente de la era nuclear conduzca a las grandes potencias a comportarse con una inusual prudencia, pero el riesgo por sí solo rara vez o nunca ha bastado para inducir un inteligente autocontrol. La sabiduría es el producto de la perspectiva más que del peligro, y estas a su vez son productos de la educación. Volvemos, entonces, al poder y a la importancia del aprendizaje como el crisol –el único crisol— en el que puede dársele forma a una nueva clase de relaciones internacionales.
J.W. Fulbright
Fue con tales ideas en mente, aunque con la perspectiva propia de aquella época, hace veinte años, que en 1946 se me ocurrió proponer un programa de intercambio educativo en el Senado de los Estados Unidos. También influyó mi propia experiencia, pues tuve la gran fortuna, siendo un joven, de que se me concediera una Beca Rhodes, la cual me permitió pasar tres gratos años como estudiante en Oxford, a donde de otro modo jamás habría soñado ir. De hecho, antes de ir a Oxford apenas si había viajado más allá de mi estado natal, Arkansas. Fue de camino a Inglaterra que visité Washington y Nueva York por primera vez. Los años que pasé en Oxford me abrieron nuevos horizontes de aprendizaje por los cuales me he sentido agradecido por el resto de mi vida.  
Otra cosa que influyó sobre mí fue lo que sucedió entre las naciones después de la Primera Guerra Mundial. Todos recordamos las mezquinas controversias en cuanto al pago de compensaciones y deudas de guerra que tanto envenenaron la atmósfera internacional en los años veinte y que impidieron la reconciliación entre los antiguos rivales. Se me ocurrió que la enorme cantidad de bienes que los Estados Unidos tenían en el extranjero, en 1945, podían convertirse en el objeto de otra miserable y tal vez fatídica controversia internacional a menos que le diéramos un uso constructivo a tales bienes. Y me pareció que tras los estragos de dos guerras mundiales no podríamos encontrar ningún uso más constructivo para estos fondos que un programa educativo dirigido a forjar nuevos lazos de comprensión internacional. Si tales lazos de comprensión hubiesen existido antes, tal vez los dos grandes conflictos de nuestro siglo no habrían ocurrido. Creía yo en 1946, y creo ahora, que el gradual ensanchamiento de la comprensión internacional a través de la educación puede ser un factor importante, tal vez un factor decisivo, en la prevención de una catástrofe global capaz de destruir la civilización tal como la conocemos.
El programa de intercambio educativo no nació de uno de esos “grandes debates” de los cuales el Senado de los Estados Unidos tanto se enorgullece. El proyecto de ley era potencialmente controversial y yo decidí no correr el riesgo de apelar abiertamente al idealismo de mis colegas —por muy profundamente idealistas que puedan ser—. En verdad, pensé que mientras menos atención se le diera al asunto más grandes serían las posibilidades de victoria para el idealismo. Conseguí el apoyo de algunos pocos de mis colegas de mayor trayectoria y el proyecto fue aprobado por el Senado con una votación oral, prácticamente sin debate alguno. Un Senador muy influyente me dijo algún tiempo después que él habría enterrado el proyecto de inmediato si se hubiera percatado de su contenido. “No quiero que nuestros impresionables jóvenes norteamericanos se contagien de ismos extranjeros”, me explicó. 
Una de las características más atractivas del proyecto de ley desde el punto de vista del Congreso fue que no implicaba una apropiación de fondos obtenidos por vía de impuestos. El programa de intercambio se inició con fondos proporcionados por la venta de equipo y suministros de guerra sobrantes, que los ejércitos norteamericanos habían dejado en distintos países al final de la Segunda Guerra Mundial. Los fondos en monedas locales, que en cualquier caso no se podrían haber convertido en aquella época, dada la escasez de dólares, fueron usados para financiar los estudios de ciudadanos norteamericanos en los países donde esos fondos se hallaban disponibles, así como para pagarle los gastos a los académicos extranjeros que venían a visitar los Estados Unidos. El Presidente Kennedy una vez se refirió a este programa de intercambio como “el ejemplo por excelencia, en los tiempos modernos, de fundir espadas para convertirlas en arados”.






[i] Fragmento de: J.W. Fulbright (1967). International Education and the Hope for a Better World”. J. William Fulbright Papers, University of Arkansas Libraries, pp. 27-30. Disponible en: 

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